sábado, 26 de abril de 2008

Claustrofobia

El espacio es pequeño. Muy pequeño. Tremendamente pequeño. Agobiante. Hay poco aire. Un silencio abrumador rodea a la figura que se encuentra ahí tumbada. O, al menos, hasta que se da cuenta de la situación en la que se encuentra. Después, el sonido de su respiración es lo único que escucha junto a tierra cayendo. Se acaba de despertar y, aunque ha abierto los ojos, la oscuridad permanece a su alrededor. Sus manos se apoyan desesperadas sobre lo que tiene encima. Empuja con todas sus fuerzas pero las palmas chocan con el peso y la frialdad de la madera. Cada vez hay menos aire. La desesperación se apodera de ella mientras golpea una y otra vez. No sirve de nada. Se encuentra ya a dos metros bajo tierra. Cada vez hay menos aire. Cada vez menos. Y el silencio es cada vez mayor.

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viernes, 18 de abril de 2008

Miradas

Te miro. Me miras. Nos miramos. Nuestros ojos se cruzan en medio de toda esta gente que nos separa. Tú estás ahí, a lo lejos, de pie, en medio del autobús. Yo aquí, sentada, fingiendo que voy leyendo el libro que he sacado del bolso. Pero no he avanzado ni una línea puesto que mi mirada se ha cruzado con la tuya al segundo siguiente. Jugamos siendo cómplices desde que nos hemos visto. Te miro. Me miras. Sonreímos en silencio sin dejar de mirarnos.
No es la primera vez. Ni la segunda. Ni la quinta. Perdí la cuenta de las veces que nos hemos encontrado sin decirnos ni una sola palabra en medio del autobús. Al principio eran vistazos rápidos, miradas fugaces. Encuentros de un segundo cuando uno miraba hacia la ventana y se encontraba con los ojos del otro. Aquellos movimientos se fueron haciendo cada vez más frecuentes hasta que, al final, nuestros ojos ya se quedaban quietos mirándose.
Siempre espero con ilusión el gran y rojo vehículo que transporta a la gente, de vuelta a su casa, rumbo a su trabajo o facultad. A cualquier lugar y hora. Y que también ahora transporta mis sueños. Lo veo llegar y mi corazón empieza a latir más rápido. Sólo tenía que esperar un par de paradas para volver a verte, otro día más.
Te miro. Me miras. Nos miramos. Un juego silencioso al que sólo nosotros dos jugamos. Azul y marrón. Oscuro y claro. Deseosos. Cada vez más atrevidos. La gente a nuestro alrededor no existe. Sólo nosotros estamos aquí, en el autobús. Todo lo demás es nada.
Cierro el libro que llevo entre las manos, sin dejar de mirarte. Una sonrisa triste se dibuja en mi rostro, como siempre que hago esta acción. Sé que el juego se acaba y que tendré que esperar otro día más para verte. Bajo del autobús despacio, reacia a dejarte atrás. Nunca vuelvo la vista porque sino mi corazón se pararía. Sobrevivo por las miradas de todas las mañanas.
Pero hoy, no sé porqué, me he quedado quieta en la acera mientras oía como el autobús se alejaba. No he echado a andar como siempre. Tengo una extraña sensación en mi cuerpo. Un estremecimiento que me recorre entera. No es miedo, no es temor, es más bien…
Me giro y ahí estás tú. Tus ojos son más hermosos de cerca. Un marrón que hipnotiza. Todavía tienes en tu rostro la sonrisa que me dedicas dentro del autobús cuando nuestras miradas se cruzan cómplices. Adelantas la mano. Me dices tu nombre. Yo te digo el mío. Ese día ninguno de los dos llega a sus clases de la universidad a su hora. Ni ese ni otros. Las miradas han pasado a ser conversaciones en una cafetería. Y, años después, en una iglesia y rodeados de decenas de personas, a ser la mirada de una sola unidad.

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domingo, 13 de abril de 2008

Los sentidos de las historias.


El tacto sobre las teclas es suave. Su sonido rítmico. Las manos se deslizan sin descanso sobre la superficie lisa. Es el reino de las palabras y sonidos reencontrados. El de la escucha de las musas que vagan juguetonas alrededor de la figura solitaria. Susurran ideas sin descanso en los oídos de aquellos que se enfrentan a la página en blanco. Aromas invisibles que flotan en el aire transportando sensaciones que hacen viajar a reinos lejanos a aquellos que los rodean. Y son pocos los afortunados que lo hacen, pocos los que tienen el don de escuchar, de oír y de oler las historias que flotan en el aire.

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martes, 1 de abril de 2008

Oscuridad

Oscuridad

Anochecía. El día se acababa. Las horas cálidas de luz decían adiós mientras los brazos fríos, fuertes e implacables de la oscuridad les abrazaban inmisericordes. El luminoso día daba paso a la misteriosa noche.
Y en medio de aquella insondable negrura de las calles caminaba, sola, Anna. A su paso, las débiles sombras de las farolas se erguían intranquilas y vacilantes. Pálida luz. Oscuridad reinante. Intranquilidad. Todo se había transformado en cuestión de unos segundos. Su interior se había tornado en inquietud predominante.
Además, estaban aquellos inquietantes pasos. Cada vez que giraba la cabeza ese golpeteo insistente paraba. Pero resurgía con renovadas fuerzas cuando ya creía estar a salvo. Invisibles. Perseguidores. Intimidantes. Sin dueño. Sin procedencia. Presentes.
Cuánto más débil era la luminosidad de la calle, más rápidos, nerviosos y ansiosos se volvían los pasos. Cada vez estaban más cerca. Más cerca. Mucho más cerca. Ahora los sentía casi a su lado. Anna empezó a correr. Quería escapar. Quería huir de esa turbadora sensación. Pero no hay salida en la calle. La han acorralado. No puede escapar. Atrapada. Encerrada.
Un turbador escalofrío recorre todo su cuerpo cuando apoya la espalda contra la dura e inamovible pared del callejón. Los edificios se han vuelto infinitos; el cielo, inalcanzable. Interminables tinieblas. Ciega. Encerrada en una trampa mortal.
Los pasos, cada vez más cerca: turbadores, tenebrosos, crueles.
Entonces (demasiado tarde) comprendió que los peligros de la noche eran verdaderos, reales e implacables como un frío, helado y certero puñal. Dentellada mortal.
Noche oscura. Enigmático crepúsculo. Engañosa calma...


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