miércoles, 13 de febrero de 2008

Melodía de amor


Un buen amigo de ambos fue la clave del principio. Sin saberlo, él empezó nuestra composición de amor. Ella y yo éramos notas solitarias, perdidas en cualquier lugar del espacio, sin lugar propio, sin sonido excepto el propio, hasta que, por él, por nuestro amigo común, nuestra clave de sol, empezamos a cantar al unísono en una partitura común. Yo era “mi”, ella era “la”, juntos una canción.
Al principio daba igual el instrumento que tocara, sonábamos perfectos juntos. Melodía armoniosa y sencilla, en una palabra, perfecta. No nos separábamos ni siquiera cuando el compás, aparentemente, era diferente, o cuando el acorde parecía cambiar de repente. Juntos permanecíamos, juntos como una sola nota, indistinguibles uno del otro.
Pero, un día de repente, ella empezó a distanciarse, se empezó a juntar a veces con el “si”, tan lejano de mí pero más cerca de ella. Y empezó a transformarse. De dibujarnos al unísono ahora había disonancias. Ella era cuarta, sexta, mientras yo permanecía en segunda. Las ligaduras que nos unían se convirtieron en intervalos de silencios cada vez más extensos, creándose compás entre nosotros, largos tiempos de vacíos. Barras que se empezaron a interponer entre nosotros, alejándonos unos del otro.
Yo empecé a verla lejos, tan lejos que casi ni la oía: de ser una sencilla “la”, se convirtió en “la sostenida”, lejos, muy lejos, de nuestra melodía inicial, lejos, muy lejos, de las pautas de la partitura.
Y, al final, yo continué siendo negra, ella, en el último compás se trasformó en blanca. Ya éramos totalmente diferentes del principio. Nuestra canción se terminaba. Los dos supimos de pronto que la duración de nuestra canción ya llegaba a su cuenta atrás y no había tiempo para ningún acorde imposible.
Do, re, mi… nuestra partitura acabó…
Fa, sol, la, si… llegó al FIN.

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